Pensar que vivimos con cánones de personas que existieron hace miles de años, incita a reflexionar: es al menos desconcertante cómo un puñado de filósofos, en una polis de pocos habitantes llamada Atenas, crearon los pilares elementales del modo de vida occidental. Casi que todas son notas a pie de página de aquellos grandes pensadores.
Entre las creaciones singulares se destaca la democracia. Ese sistema tan original, es un modo más de resolver el problema de la legitimidad y los dilemas que plantea la sucesión del poder. En un principio fue la ley del más fuerte; se saldó luego la cuestión con el argumento de la sangre (la herencia) y la primogenitura. Hasta que bajo el eslogan de “libertad, igualdad y fraternidad”, quedó claro que el sistema crujía, vetusto; se impuso entonces el principio de la mayoría, con sus virtudes y limitaciones (cómo armonizar visiones mayoritarias con minoritarias).
Ya lo dijo Churchill: “la democracia es el menos malo de los sistemas políticos”. Tiene falencias, y muchas; aún así es el mejor sistema del que disponemos, con una evolución que da cuenta hoy de un sistema más amplio y participativo que el ateniense o el romano. Esto no quiere decir que sea suficiente: como toda institución, para mantener su vigencia ha de adaptarse a los tiempos que corren; una mirada resignada y de sordina ante los nuevos contextos no hace más que imponer el riesgo del anacronismo.
Los mayores cambios de nuestro siglo han venido de la mano de la tecnología, al punto que lo que antes fue una distinción quimérica entre mundo real y virtual (pensar en Henri Bergson, o en la película Matrix), hoy es una realidad plena, conformada parejamente por ambos. Nos manejamos en un doble plano; especialmente en uno, el virtual, exponemos nuestra intimidad de manera permanente, a miles de personas que poco conocemos, en búsqueda de su aprobación, su like, su voto…
Hasta acá es un modo de participación más enfocado a lo banal. Es hora de pensar seriamente en las herramientas tecnológicas para vigorizar el sistema democrático, con un enfoque que en parte se inspire en el viejo ágora ateniense o la “ovación” en la rostra romana, sin perder de vista, desde ya, el sistema representativo que como principio pétreo manda el artículo primero de nuestra Constitución.
Sin desconocer sus usos (abusos, más bien) espurios con Napoleón le petit y en la mitad del siglo pasado, hoy tiene consagración constitucional en nuestro sistema positivo (artículo 40) y es una institución moderna más de orden formal (aunque la vez que se usó, nos evitó un conflicto bélico por el Beagle con nuestro país vecino hace unas décadas, en tiempos de Alfonsín). Responde a la gran definición de democracia de Cossio, “el gobierno de la opinión pública, a través de los partidos políticos” (esta última parte, justamente para distinguirla del fascismo, que se rige por la consulta a las corporaciones, como gremios y uniones empresarias…)
Podríamos empezar a considerarlo cautelosamente para los grandes asuntos que, aunque se vinculan especialmente con la coyuntura, son definitorios para el futuro y el largo tiempo histórico de las generaciones que vienen: si estamos dispuestos a darle un like a banalidades, ¿por qué no pensar en el voto en asuntos públicos (a fin de cuentas, res publica) creando un ágora virtual con las nuevas tecnologías? Nihil novo sub sole: nada nuevo bajo el sol, es cierto, para nada ocurre del mismo modo: podemos hacerlo mejor