El Estado es uno; los poderes son tres. La división de Montesquieu define roles, pero no instaura compartimentos estancos. Especialmente entre los poderes políticos, debe existir un diálogo en la búsqueda de consensos para las políticas de Estado. La justicia, de su lado, ejerce el control, lo que no quiere decir que de la espalda: Astrea tiene los ojos vendados pero una balanza y una espada en cada mano, denotando el equilibrio que debe regir su accionar, de compromiso pleno con la realidad; no la ve, sino que lo que es mucho más poderoso, la siente.
El ritmo del sistema está marcado por la coexistencia de los movimientos de los tres poderes. Desde luego que hay líneas de borrosidad, alejamientos y desvanecimientos. Pero en esa convivencia existen límites claros: no se puede trasvasar el contorno que es la zona de reserva del otro poder. Es un salto imposible, una barrera infranqueable que no se debe superar sin poner en riesgo de eclosión al conjunto.
Visto en perspectiva, el límite de los poderes es la cuestión constitucional por antonomasia, por lo mismo que hace a lo más elemental del sistema: su funcionamiento. Y es lo más difícil de juzgar y ejercitar en la práctica. ¿Hasta dónde? Y si bien al decir de Campoamor “nada es verdad ni es mentira, todo depende del color, del cristal con que se mire”, existen parámetros de objetividad ineludibles que no se pueden soslayar.
Aún así, por las razones que fueren, muchas veces los actores pierden el norte y bregan por estirar los límites: empiezan las operaciones de enturbamiento que desfiguran los roles; todo se vuelve difuso y discutible. Es el caso de lo que se conoce como activismo judicial.
Hay un activismo positivo, que tiene lugar en el marco de la contienda judicial y en el que los protagonistas son las partes, guiados por el juzgador, que propende a una solución expedita y eficaz de un entuerto. Muchas veces ya con la espada de Damocles del proceso, las desavenencias trocan por puntos de encuentro. El mejor ejemplo es el adecuado funcionamiento de las audiencias de conciliación, de las que en los últimos tiempos nuestro más Alto Tribunal ha dado muestras de manejo excelso, particularmente cuando el Estado es parte: hace a un Estado inteligente saber escuchar e intentar soluciones concretas, aún (o tal vez con más razón) en ese ámbito y evitando el transcurrir perentorio del proceso.
Pero hay también un activismo negativo; es cuando el juzgador se convierte en protagonista y los protagonistas (actor y demandado) en actores de reparto. Cuando Astrea se corre la venda e inclina la balanza y la espada sin equilibrio alguno; supera límites e invade competencias que no le son propias, y más que impartir justicia legisla o gobierna. De allí “activismo” en su plena acepción: “ejercicio de proselitismo y acción social de carácter público”.
Un proceso tiene dos partes y un juez. Aún con su naturaleza agonal, puede devenir en arquitectónico antes del veredicto, a través de un activismo positivo. Lo que no puede tener es tan solo dos partes, sin juez, porque el sistema se derrumba.