Dicen que hay dos formas de entender la historia. Una la representa el mejor abogado de todos los tiempos, Cicerón, quién decía que es la maestra de la vida; un espacio donde inquirir a partir de la memoria, la más frágil y preciosa de las facultades humanas. Otra la encarna uno de los personajes de Shakespeare, para quién la historia es un cuento de un loco contado para idiotas; un sitio signado por la arbitrariedad y la arritmia.
Pareciera que ni uno ni otro tienen toda la razón. Desde ya que existe secuencia, cronología y concatenación de rupturas y posteriores conjunciones, de adónde se puede (y debe) aprender, visión sintetizada por el aforismo popular “el que no conoce la historia la repite”. Pero también se puede decir que la historia no se repite, porque tuvo un principio y tendrá un fin. Que es imprevisible porque su agente, el hombre, es la indeterminación en persona. Y que, si bien hay un ritmo, el cambio tiene dos modos privilegiados de manifestación, la evolución y la revolución, el trote y el salto.
Dado elegir, me inclino por Cicerón como idea central, con algunos pocos rasgos de Shakespeare. Las razones son varias, y responden mayormente a la tarea del abogado: vivimos valiéndonos de la historia en nuestra tarea. Cada fundamentación busca un respaldo en el pasado jurídico, sea jurisprudencia o doctrina (mientras más vieja, mayor el boato) que tenga una línea armónica e ininterrumpida. Si estamos ante un trote monótono, sin interrupciones, el argumento es de peso y ganador; si hay un brinco o un giro en la línea, pierde fuerza y enseguida identificamos el talón de Aquiles que abre el espacio para el flechazo del oponente. En definitiva, somos arqueólogos del pasado jurídico, en la búsqueda de descubrimientos que nos permitan fundar en el presente para construir una solución futura.
A esta tarea, los abogados del Estado debemos agregarle una complejidad: no basta con la historia jurídica, debemos conocer la historia con mayúsculas, porque nuestra actividad no se limita a resolver un caso, sino que incluye una responsabilidad mayor, de orden institucional, que es asegurar que el derecho sea la plataforma de solución para los problemas del Estado, que son los de la sociedad. Y ahí no nos podemos limitar a razones jurídicas: debemos indagar para tomar nota y no repetir errores; el futuro no existe, es una invención del presente y la misión de los abogados del Estado (servidores públicos) es ayudar a crearlo desde la ley, día a día.
No es repetir mecánicamente el pretérito, hasta petrificarse. Tampoco convertir el futuro en un ídolo monstruoso que desconoce el pasado: la invención del futuro no significa la destrucción del pasado, porque nunca muere del todo y a veces resucita, transformado y vengativo. Es valerse de lo que fue, valorando el presente y formando, a partir de ahí y con creatividad y astucia, un horizonte apacible; de trote monótono, que nos garantice estabilidad y no brincos ornamentales, que ofrecen falsas soluciones mágicas que nos remiten, contumaces, al inicio, como si nada hubiera ocurrido y no hubiera lección alguna que aprender. No hay crisis, solo oportunidades; pero, a veces, también, oportunidades para nuevas crisis. Eso, si desconocemos la historia.