El proceso civilizatorio es una marcha constante de los hechos al derecho; de la realidad proteica e inestable a los conceptos que intentan fijar pautas, en pos de lo predecible y certero. Eso es en definitiva el derecho; más precisamente el estado de derecho, ya que describe un modo de plantarse en la vida, fundado en la tolerancia y el respeto.
Mirando en perspectiva, no son tan solo las cifras ni los indicadores económicos los que deben servir de referencia profunda. En todo caso es el grado de apego a las normas; no solo a aquellas miles escritas, presumidas y conocidas por todos (absurda presunción y punto de partida de un sistema, si los hay), sino a las que nacen de la costumbre y se imponen desde abajo hacia arriba, fruto de un consenso generalizado y silencioso en una comunidad. Porque se trata de puntos de encuentro, de acuerdos que sirven de base y red de contención para que una sociedad se considere tal, para que exista, ni más ni menos.
De allí la importancia en el derecho del concepto de la emergencia. Porque es ante la presión de lo impensado, es ante la necesidad, que se aprecia el grado de madurez de un sistema jurídico y de una sociedad. En el escenario apacible todo fluye; el verdadero test lo marca la adversidad. Es de cara a lo imposible, ahí en el límite donde se mide el valor que le dan sus miembros al vínculo que los une (o no) a los otros.
Si se presta atención al ritmo al que transcurren los procesos históricos (en el corto tiempo), se pueden apreciar crisis espasmódicas, sea por hechos internos o externos; muchas veces una confluencia de los dos. Es ahí donde nace la necesidad y es ahí donde se pone en juego el funcionamiento del sistema jurídico y la madurez de una sociedad.
Cuando la reacción normativa despoja o encoje más de lo debido los derechos, el retroceso en los casilleros de la historia es marcado; una suerte de juego de la Oca que nos lleva al laberinto interminable del empezar de nuevo. Vimos tantas veces en nuestra historia creer que se estaba corrigiendo cuando en rigor se estaba destruyendo: las medidas excepcionales desaparecen porque se convierten en ley.
Si la reacción es mesurada, respetuosa de los principios jurídicos básicos, estamos en la buena senda: es el límite razonable de un derecho, que debe considerarse engarzado en un todo más amplio que es el bien común; concepto éste nada abstracto sino muy concreto: es el todo que prima sobre el interés puntual de las partes; ni más ni menos lo que nos define como sociedad.
¿La necesidad no tiene ley? Claro que la tiene y es el rol de los hombres de derecho (especialmente los abogados del Estado) asegurarse que la tenga. Esto no quiere decir no hacer, inmovilizarse o impedir absurdamente. En la emergencia se actúa, se debe actuar porque están en juego especialmente los derechos de los más vulnerables. Por eso mismo, con creatividad y sin descanso pero con apego al axioma que debe guiarnos de no suprimir derechos y entendiendo el valor del bien común.