por PTN-lado B6 agosto, 2019
La seguridad jurídica, tarea de todos

Lejos de ser un concepto abstracto, la seguridad jurídica es la base del sistema. No es un arcano como excusa para la arbitrariedad. Se trata de algo bien concreto: se vincula con la seriedad; con alguna licencia etimológica se puede sostener que «seriedad» deriva de «serie», queriendo significar una conducta repetida en el tiempo. A fuerza de repetirse, la conducta encuentra un ritmo, el hecho queda cristalizado en la norma y da lugar a una estabilidad que permite que el sistema se vuelva predecible y garante de principios elementales como la defensa en juicio, el debido proceso y la propiedad.

Tiene que ver, en definitiva, con la vieja costumbre, que constituye la sustancia para que las instituciones no pierdan su vínculo con el plano de lo real; que evita que el derecho se convierta en una entelequia de conceptos rebuscados que le impidan cumplir su propósito: ser el marco que permita que las personas acuerden sus diferencias o las resuelvan civilizadamente. No es un espacio parmenídico, quieto e incólume. Es en todo caso más cercano al de Heráclito, caracterizado por un movimiento acompasado con los cambios de una realidad en constante mutación.

En ese vector de transformación, la seguridad jurídica juega su papel central. Y esta se resiente cuando el derecho queda rezagado de la realidad, cuando no responde a su evolución; también, cuando la adaptación del derecho a la realidad no es fruto de un cambio real y profundo, sino más bien una tendencia superficial, un esnobismo pasajero. Es por eso que el rol de los poderes del Estado en su desarrollo y como base de vínculo de una sociedad es capital: cuando aquellos marchan desacompasados, cuando no tienen armonía en sus visiones, sobrevienen las peores tensiones, aquellas destructivas y no creadoras. A fin de cuentas, por eso el poder es uno, aunque las funciones sean tres.

Por años los argentinos menospreciamos la seguridad jurídica. Se habló mucho y se hizo poco. De allí, en gran parte, los 70 años de crisis. Hoy el desafío de su vigencia se acrecienta porque está en discusión en su modo tradicional en el mundo, con dos modelos que antagonizan, tanto en el plano económico como jurídico y filosófico: una vez más en la historia, Occidente versus Oriente. En este último caso, con un modelo en el que lo que prima y ordena es la eficacia, y en el que el sistema jurídico convierte lo que en Occidente son facultades o normas de excepción, en regla. Y desde ese lugar de estado de excepción devenido en estado de permanencia se logran resultados encomiables, tal vez imposibles con elecciones bienales y procesos de búsqueda de consensos para la toma de decisiones.

Este nuevo escenario invita a repensar el concepto de seguridad jurídica en nuestro país. Estos tres últimos años han dejado en claro que, aun con minoría en el Congreso y respetándose a rajatabla decisiones judiciales con consecuencias fiscales de lo más adversas, el respeto por la seguridad jurídica por parte de un gobierno es no solo posible, sino deseable. Marca un aprendizaje que empieza a irradiar en la sociedad, que deja en claro que no es cuestión de «ábrete sésamo» ni de varitas mágicas.

Pero queda un largo camino por recorrer, en el que la eficacia debe tener mayor protagonismo, aunque evitando cualquier rasgo de autoritarismo. Y para eso la seguridad jurídica debe adaptarse a través de un esfuerzo conjunto, empezando por los tres poderes del Estado, que deben considerar la armonía en los fines, y de la sociedad, que debe asimilar la idea del esfuerzo con optimismo, por sobre la cultura del atajo. La seguridad jurídica nos define como sociedad y marca nuestro futuro. La hacemos entre todos.

Nota publicada en diario:  La Nación

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