Es difícil delinear una noción acabada de justicia . Tal vez la mejor definición es la de Ulpiano, que la entendía como «la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo suyo», porque revela un doble trasfondo: se trata de un sentimiento profundo y de un valor permanente; fácil de entender, pero difícil de explicar. Como el tiempo, según el gran cartaginés (San Agustín): «Si no me le preguntan, lo sé; si alguien me lo pregunta, no sé cómo explicarlo».
Amén del concepto, que está más en un plano filosófico y ético, desde el derecho, la noción de justicia tiene también un doble matiz, ligado sin duda con aquel: quién la administra y por qué medio. Es decir, la justicia entendida como uno de los poderes del Estado, de un lado; y del otro, el proceso judicial.
Y es aquí donde el orden jurídico la encuadra: justamente por que no son un poder político, el sistema les otorga estabilidad a los jueces a través del rasgo vitalicio de los cargos, acorazándolos en el tiempo de los vaivenes de la actividad política. Lo que no quiere decir que deban (ni puedan) darle la espalda a la realidad. A fin de cuentas, el poder es uno; sin perjuicio de que el Ejecutivo dirija, junto con el Legislativo marque la dirección política, y el Judicial sea el custodio del control como valor republicano.
En los últimos tiempos se designaron cientos de jueces. Luego de años en los que primó la excepción de jueces subrogantes -arteramente, contra la regla que es la estabilidad, que precisamente garantiza su independencia-, se llenaron las vacancias cumpliendo con el mandato de la Constitución Nacional, en el fondo y en la forma. Es por eso que llaman la atención los arrestos verbales de algunos sectores, que refieren supuestos «copamientos» de la Justicia, en un esfuerzo hermenéutico por fundar una vuelta atrás hacia la irregularidad, la arbitrariedad y el control malentendido (no el republicano), fundada en acrobacias argumentales con aires robesperianos, que superan cualquier límite impuesto por la base axiomática de nuestra Constitución.
Parafraseando a Ihering, la lucha por el derecho es un arduo trabajo de todos los días; muchas veces es una lucha contra el absurdo, porque está claro que «solo merecen la libertad y la vida aquellos que día a día saben conquistarla» (Goethe). Es entonces cuestión de perseverancia, en el entendimiento de que lo único que han hecho las revoluciones fundadas en la coyuntura y no en el responsable largo tiempo histórico es fracasar. Por algo Ulpiano se refiere a la «constante y perpetua voluntad»; al fin y al cabo, eso es seguridad jurídica, que nos permite poco a poco y con esfuerzo sentar las bases para salir de la Cimeria en la que nos dejaron años de populismo.
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