Tres son las virtudes que deben guiar a un servidor público: templanza, idoneidad y austeridad. La responsabilidad que implica ser administrador de la res publica impone un estándar más exigente en la acción, que debe estar fundada en aquellos principios cardinales.
El vértigo que caracteriza nuestra época suele descentrar: no hay tiempo, sino instantes, que exigen respuestas perentorias, muchas veces desprovistas de la necesaria reflexión, que es uno de los nombres de la inteligencia. De allí el riesgo: conocidos son los errores que engendra el “decisionismo”, esa suerte de doctrina que hoy se mueve al ritmo del golpe de una tecla, que ignora el largo plazo, norte y fundamento del estadista y del hombre de Estado, porque no se puede ejecutar sin antes comprender.
A la falta de templanza la acompaña, por lo general, la ausencia de idoneidad; son defectos que suelen marchar en coyunda. Es propio del incauto pretender actuar con malicia cuando, en rigor, lo está haciendo con la más extrema torpeza. Cuando esos defectos son concomitantes en la gestión pública, lo grave son las consecuencias: ya no recaen meramente en la testa del ejecutor, sino que sus efectos se extienden a toda la sociedad.
Abundan en nuestra historia más reciente los casos de bravatas políticas, que in ictu oculi aparecen como creativas jugadas, pero a la postre terminan costando millones en estrados internacionales. Y no precisamente a los actores que las diseñaron, sino a todos los argentinos. Es más grave aún, cuando las bravatas marchan al ritmo de torpezas, fundamentos ligeros llenos de giros, circunloquios e iteraciones, pero vacíos de contenido profesional. Ya lo dijo alguien: “lo peor hay que hacerlo con los mejores”; si a la bravata la hermana la torpeza, el resultado es cantado, y generalmente es constante y sonante.
Cuando la responsabilidad termina siendo de todos, es de nadie. O de los que no la debieran tener. Muchos de los que ejecutaron las bravatas y cometieron las torpezas profesionales de entonces, hoy se solazan con gesto sorprendido y hasta señalando con dedo acusador las dificultades que son consecuencias de aquellos actos. En una extraña vuelta carnero, convierten sus errores en un procedimiento para culpar al adversario. Aún ante pruebas lapidarias, miran para otro lado, impertérritos.
Eso no es servicio público; menos política con mayúsculas. Sería bueno que de una vez por todas cada uno se haga cargo de sus errores, comprendiendo que el Estado es uno, que trasciende los gobiernos y sobrevive las actuaciones de quienes circunstancialmente ocupamos una posición pública. Y que la sociedad también es una y la misma, y siempre paga los platos rotos.