Es enriquecedora la mixtura entre la sociología y el derecho; la capacidad transformadora de la sociedad que tiene la ley, especialmente si se analiza en las dos facetas que supo distinguir Lacan: en su función pacificadora, como garantía del pacto social, como tercero que resuelve y media el punto muerto de la agresividad; y en cuanto “presión irracional”, que desde su imperativo limita las transgresiones al orden establecido.
Esto nos lleva al concepto de poder. No tanto a las diferencias entre poder efectivo y putativo, entre capacidades y efectos, o entre la potencia y el acto. A algo un poco más concreto, que fue desarrollado por dos cientistas políticos Bachrach y Baratz (artículo de 1962): sostenían que el poder es la capacidad para crear o reforzar prácticas institucionales que limiten la capacidad de terceros, de modo que solo puedan poner en la agenda pública asuntos inocuos. Cualquier coincidencia con la realidad de nuestro país en tiempos recientes, pura coincidencia o casualidad. Incluso con la realidad de otros países que hoy abrazan con fervor lo que se ha dado en llamar “populismo”, tesis que propone la toma de decisión coyuntural como forma de ejercicio del poder. El aquí y ahora, como eje central de la política.
Desafiante ese concepto de poder; y nos invita a los argentinos a la reflexión desde muchos ángulos. Estamos acostumbrados a las varitas mágicas y a los ábrete sésamos. Tal vez por nuestras riquezas naturales, que nos han hecho más afectos a la improvisación como pretendida virtud creativa, como sostenía Veblen al analizar la influencia de la geografía en el carácter de los pueblos. Lo vemos en varios frentes, incluyendo los avatares de nuestra selección nacional de fútbol, bajo el comando de quién ha declarado su poca afición por el método, la planificación y los libros.
Uniendo los tres conceptos (ley, poder e improvisación) se puede concluir que el mejor camino es tratar de salir de la coyuntura a través de una apuesta al largo plazo, basada en el esfuerzo, sentido de planificación y método, que debe tener como pilar fundamental reforzar las prácticas institucionales precisamente al revés de lo propuesto por Barcharch y Baratz: no para limitar la discusión, sino para poner los temas urticantes en la agenda pública, tratarlos y comprometernos a un futuro mejor entre todos, sin esperar manos salvadoras que nos hagan pasar de fase.