Un viejo artículo de Adela Cortina, sobre la ética de las profesiones, arenga que frente al “ethos burocrático” de quien se atiene al mínimo legal, se levante el «ethos profesional” de la excelencia, porque nuestro compromiso fundamental nos liga a las personas concretas, a las personas de carne y hueso, cuyo beneficio da sentido a cualquier actividad e institución social.
Aspirar a la excelencia, como abogados y servidores públicos, nos lleva a elevar la mirada al objetivo. Pero antes de emprender la cuesta, hay que otear al piso, para no tropezar en el primer paso. Tenemos que reconocer el punto de partida. Y hay hábitos que debemos cambiar. Hay conceptos que debemos incorporar. Estamos todos haciendo un esfuerzo para que el Cuerpo de Abogados del Estado tenga, en la práctica, el rol que le otorgan las normas. Involucrado y participativo. Proactivo. Defendiendo nuestro lugar en el extenso terreno del asesoramiento jurídico, incluso en las mesas de reunión, antesalas del dictamen, donde los abogados externos al Cuerpo pueden tener mayor predicamento y cercanía con quienes toman las decisiones. Es un espacio de confianza que se gana a fuerza de servicio: entregando trabajos correctamente realizados, en tiempo y en forma. Sin este producto, toda aspiración normativa sobre el rol del abogado del Estado camina por el desfiladero del desuetudo. Los hechos siempre tienden a imponerse sobre las normas.
Lo interesante es que controlamos gran parte de ellos: somos responsables de nuestro esfuerzo y de nuestras conductas. Y podemos ir modificando algunos hábitos, como el de delegar la lapicera solicitando que los proyectos de los actos de alto contenido jurídico los redacten terceros. Otros hábitos deben abandonarse por completo: los conflictos de intereses deben siempre exteriorizarse para la mejor tutela del Estado Nacional. La vocación de un abogado del Estado, que actúa como servidor público, debe guiarlo para que en ningún momento sus intereses personales o los de un tercero primen sobre los que determinan su función. Debe incluso a cuidar las formas. La reputación y el decoro del Cuerpo nos obligan a domar la manera en que defendemos una opinión personal, para evitar un público destrato hacia las autoridades del Poder Judicial, contrapartes o funcionarios políticos, recordando que, como sostuvo Benjamin Franklin «lo que comienza en cólera termina en vergüenza“.
Nuestro rol como abogados del Estado, seamos jóvenes o experimentados, importa. Es relevante y es nuestra responsabilidad que esa relevancia se defienda y se haga notar. Aspiremos a la excelencia, tanto en las cosas simples como en las complejas, reconociendo que el esfuerzo no tiene sustituto (Thomas Edison).