El ritmo de la historia se define por ciclos de continuidades y tiempos de ruptura que los interrumpen, puntos de quiebre que definen el nacimiento de nuevos períodos, generalmente vinculados a cambios generacionales. La Argentina está en pleno proceso de interrupción de un ciclo que como gran logro exhibe la consolidación paulatina del sistema democrático, y como gran deuda la debilidad institucional de un sistema que aún conserva vicios, malos hábitos y arcaísmos regresivos.
Decía Gramsci que cuando estamos ante un mundo que no termina de morir y un mundo que no termina de nacer, se desarrollan todo tipo de síntomas morbosos. Es un momento de amanecer y de ocaso, con la esperanza del porvenir y la resistencia de fuerzas conservadoras, portadoras de privilegios tergiversados en derechos adquiridos, que se resisten a abandonar el statu quo. Las ondas del pasado se expanden y lo ponen todo a vacilar, convocando espectros y amenazas. Cada período está tejido con su propio nudo de antigüedades, de presentes y propensiones al futuro. Y es el enfrentamiento entre las supervivencias, conforme quién predomine, lo que define los nuevos destinos.
Nuestro país se mira al espejo y enfrenta la encrucijada: ve la polaridad y también las opciones que se abren; entre la política de los pronunciamientos y la política de los hechos; entre el particularismo que con un interés puntual se arroga el interés general y propone lo que Ortega y Gasset denominó la acción directa, entendida como la confrontación con interrupción del orden, y el debate franco pero institucional, que busca precisamente la voluntad social a través de los consensos; en fin, entre lo que deviene perentoriamente en un anacronismo y el desafío de un país distinto, que se debe enfrentar con el máximo esfuerzo, sabiendo que la inercia social es muy grande y que solo se la puede vencer con ciencia, cultura y habilidad.
Hay que ser realistas: no hay tantas ideas disponibles. Desde Montesquieu y Rousseau no hay mucho nuevo bajo el sol, por lo que a falta de un sistema que reemplace el democrático, representativo y republicano, por ahora no queda más que recurrir a lo que los moralistas antiguos llamaban sindéresis, palabra sinónima de juicio, cordura y prudencia. Ese, en rigor, debería ser el parámetro de cualquier buen gobierno: en tiempos de quiebre, agravados por la aceleración y subitaneidad de un mundo cada vez más fugaz y evanescente, signado por criptomonedas que conviven con reverberancias nacionalistas, todo al mismo tiempo, un modular que gradúe los cambios parece, sin duda, el mejor camino.
Todo eso tiene un nombre muy concreto: institucionalidad, que no es solo respeto a la ley, sino algo mucho más profundo, es el salto de la creencia a la vivencia, que permite llenar de savia a las instituciones en el convencimiento de que son las que perduran más que las leyes, y por tanto sirven de sostén a cualquier transformación, por más profunda y grave que sea. Se resume en tres principios: debate, transparencia y control. Se asegura así los mejores pronósticos y las anticipaciones; el conocimiento y por tanto el compromiso y la posibilidad de participar; también, y especialmente, la rendición de cuentas, que no es ni más ni menos que la responsabilidad.
Se pueden dictar muchas normas, pero si los argentinos no asimos estos conceptos y les damos rango casi axiológico, es posible que nuestro futuro se cancele y quedemos atrapados en el laberinto imposible de un pasado que nunca termina de morir. Es tiempo de abrazar el futuro.
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