Aún con el vértigo de resolver una consulta urgente, el mejor modo de lograr una respuesta completa, aguda y hasta original es recurriendo a los libros. Como decía Maquiavelo, conversando con los que saben, a través de sus escritos. Hay distintas alternativas para esa conversación, especialmente entre contemporáneos que han desarrollado los temas con mayor cercanía en el tiempo. Sin embargo, dado a elegir días atrás entre varias opciones, solo ver la tapa del viejo “Manual de Derecho Constitucional” de Joaquín V González despejó la incógnita: ante la duda, los mejores son los clásicos.
Hay algo de forzado, a veces, en el lenguaje de los autores de nuestra época. Tal vez ante la necesidad de decir algo distinto a lo que ya está dicho, no queda más que expresarlo con términos rebuscados, cayendo en aquello que Austin llamó “crear derecho con palabras”. No es el caso de los clásicos. Al transcurrir por las páginas del ilustre (en serio) riojano, se advierte la profundidad de un lenguaje técnico pero llano, plagado de multiplicidades, resonancias y potenciales, prestos para fundar cualquier asunto concreto.
Esa vigencia llama a la reflexión. Los enunciados deben estar más ligados a los acontecimientos que a elucubraciones vanas. En derecho, como en cualquier ciencia, no hay que perder de vista que la claridad es esencial, y que el hipérbaton, las hipérboles y los circunloquios no son aconsejables, salvo que se quiera entablar un monólogo más que un diálogo con el sufrido lector. Lo simple y bien escrito es el resultado de la “re flexión”, de lo pensado en profundidad. Es lo que permite el arte de operar en la situación (lo que diferencia la ética de la moral). Y más que nada, es lo que nos ayuda a los abogados a salir de la urgencia.