Los últimos 30 años de nuestra historia institucional han estado signados por un ritmo discontinuo y traumático. Visiones antagónicas que dieron lugar a una vida política de disputa permanente y escasa potencia constructiva. Vivimos de ordinario en un proyecto agonal, dominado por rasgos autoritarios, con caprichos fundacionales que menospreciaban sistemáticamente cualquier logro del turno precedente, en un constante volver a empezar. El cenit fue un modelo fundado en una filosofía del presente continuo, representado por un Estado dadivoso para saldar el aquí y ahora, con un régimen económico basado en el consumo de bienes efímeros y la pedagogía del odio.
El resultado fue una ciudadanía de carácter nómade, guiada en sus decisiones por el vértigo del bienestar inmediato. Todo un cambio respecto del paradigma que dio lugar a nuestra clase media, que apostaba su esfuerzo a la esperanza de una mejor educación y bienestar para la generación siguiente. Es cierto que nuestro país no ha sido ajeno a lo que ocurrió en el mundo. Pero hay algo que nos distingue a los argentinos: somos de algún modo adelantados para las crisis, y por eso, para vislumbrar antes las salidas una vez superada la resaca. En 2001 llegamos al umbral de saturación, y lo postergamos con una nueva bacanal favorecida como nunca en la historia por precios internacionales inauditos. Superamos el límite y tocamos fondo.
Nos dimos la oportunidad con un gobierno nuevo, que está haciendo su camino contra los pronósticos de varios. Para muchos, ostenta una originalidad en su estilo de gestión y de hacer política; pero si se analiza con atención, esto no es tan así. Propone reemplazar un Estado como mera formalización por un modelo de realización concreta: la república. La traduce al siglo XXI como sistema político moderno, que da forma a la democracia a través de sus dos requisitos sobresalientes, la forma representativa y republicana de gobierno; ambos aseguran los lineamientos fundamentales para evitar extravíos institucionales: la división de poderes, la libertad de información, el control de los actos de gobierno, la periodicidad de la función pública y la responsabilidad de los funcionarios.
Se vale de los rasgos principales que informa nuestro estatuto constitucional para promover una estructura social más moderna, eficaz y económicamente más enérgica, alentando la solidaridad y el deseo de vivir unos con otros. Lejos de una utopía, adquiere dimensión real con hechos palpables. En corto tiempo dio un giro copernicano al rol del Estado: pasamos de un régimen manirroto, fundado en el consumo de plasmas y autos, a otro que también tiene como referencia el crédito, pero el hipotecario, y en dimensiones nunca vistas. La diferencia es profunda y está preñada de la visión de este gobierno: el estímulo económico apuesta a un nuevo pacto, con sentido de permanencia y futuro. Parece abandonar lo efímero, mira el mediano plazo y aspira a un transitar de estabilidad y menos sobresaltos. El préstamo deja de ser una dádiva y se convierte en lo que tiene que ser cuando lo da el Estado: una ayuda social concreta que exige devolución y, por ello, compromiso con sentido cierto de pertenencia a la patria.
Se perfila así un paradigma clásico pero adaptado a los tiempos, que mira la política como una misión de servir, imaginar y hacer. Que propugna dejar atrás con valentía privilegios, rémoras y amenazas retrógradas, pero siempre a través de la continuidad institucional y en pleno ejercicio de la república. Y que propone el diálogo entre los poderes como el modo de mejorar los usos para un nuevo escenario político, teniendo en claro que la división no es óbice para la búsqueda de puntos de encuentro en las ideas centrales, especialmente en el marco de una nueva topografía que se va conformando, con actores que, por convencimiento o por la fuerza de los hechos, se van despojando de comportamientos oportunistas y anacrónicos.
Es un tiempo histórico. Queda mucho por hacer y también por corregir, pero alienta pensar que por una vez podemos salir del plano de los enfrentamientos y rupturas, que no han hecho más que neutralizarnos por años, a otro en el que las definiciones reales superen a las nominales, a los antagonismos vanos entre Estado elefantiásico y minimalista, que de a poco es reemplazado por un Estado inteligente, ético y social. Es nuestro desafío político como gobierno. Es el desafío de la sociedad argentina para salir de su laberinto y tener ciudadanos libres.