Estamos ante una nueva fase de evolución del derecho. En el principio el centro de gravedad fue la propiedad de la Tierra; en el derecho romano pasó a ser el contrato, estupenda creación que permitió que la riqueza circulase con velocidad y certeza. En el orden jurídico actual tienen primacía los derechos abstractos, típica conformación de lo que podría llamarse el “derecho de red”, por referencia a la web, ámbito tan etéreo como real donde aquellos existen, se transfieren y extinguen a una velocidad de vértigo.
Nuestra respuesta ha sido ambigua y anacrónica: cambios de maquillaje de un código decimonónico, un instrumento jurídico de hace más de dos siglos -cuando los cambios y las adaptaciones ocurrían casi en cámara lenta, tiempos de Napoleón- sigue reglando nuestra cotidianeidad a través de miles de artículos sobre infinitas materias compendiadas en una sola norma.
Si se mira con atención, los órdenes jurídicos actuales tienen tres planos: uno formado por normas estructurales y de duración, que se caracterizan por contener lo que en lógica se llaman “definiciones reales”, es decir, que refieren al objeto definido pero especialmente a sus posibilidades; no reglan minuciosamente sino que sugieren en términos de potencia. Otro plano son las normas de adaptación, que forman regímenes cambiantes, fragmentarios y de coyuntura, con “definiciones nominales” que contemplan el objeto definido y poco y nada dicen sobre las posibilidades derivadas. El tercer plano es la jurisprudencia y la tarea interpretativa, que armoniza entre las normas estructurales y las de adaptación, dando flexibilidad y certeza jurídica.
Pienso en los dictámenes de la PTN y no puedo dejar de reflexionar sobre su importancia para la dinámica de la administración pública. Ubicados en el tercer plano, no son tan solo una referencia interpretativa. Su rol es mucho más profundo; son un aporte determinante al tesoro que cuidamos en tiempos del “derecho de red”: la seguridad jurídica.