En el derecho romano la palabra “patrocinar” refería al lazo sagrado que unía al patrón con sus clientes. Era un deber impuesto por ley de brindarle protección y asegurarle su defensa en juicio a quiénes estaban bajo su cuidado. Desde luego que nada cobraba el patrón por cumplir ese deber. Lo hacía por el honor, de allí la etimología de la palabra “honorario”.
Con el tiempo aparecieron quiénes lo hacían ad libitum o ex professo, abogando por lucro. Estos no recibían por tanto un honorario, sino un estipendio o salario, lo que indicaba la naturaleza distinta de su servicio. Y en este punto de la historia la línea se curva: aparece el afamado lema petroniano asseam habeas, asseam valeas (tanto vales, cuanto tienes), mezclando honor y dinero como ya lo hacía el término griego timé (de donde viene “timócrata”, poderoso por dinero). Surgen entonces los rábulas, tan bien descritos por Jean Racine en su imperdible comedia “los Litigantes”(no confundir con novela más moderna de John Grisham).
En castellano “honorario” conserva su sentido original: “que sirve para honrar a alguien; gaje o sueldo de honor”. Los abogados, sin embargo, solemos darle un sentido distinto, más cercano a su evolución (o involución?) timocrática, que los querulantes justifican con hogueras de vanas retóricas y acrobacias argumentales.
Tal vez sea hora de repensar el concepto de honorarios y lo que representan en nuestro vínculo con quiénes patrocinamos. La abogacía es una profesión honorable a la que los honorarios debieran hacer honor. Desde luego que nadie puede pretender volver a los tiempos del patrocinio romano, pero hay situaciones en las que viene a la memoria Pytagoras, quién iniciaba las justas en Crotona con la exhortación cave lites, es decir, absteneos de los pleitos, mirando de reojo a quiénes los fomentaban con el solo fin de aumentar su dinerario y no para servir a la justicia.